Cuentos del Desván. Hoy Lola Buendía.
Ya iba siendo hora de retomar la publicación de los Cuentos del Desván, así que hoy lo hago con el relato de Lola (http://bajomiolivo.blogspot.com/), a la que le he robado foto y biografía en su blog. La pequeña reseña sobre su vida es esta:
“Me he dedicado a la enseñanza muchos años. Soy maestra y licenciada en Historia. Ahora escribo,participo en una tertulia literaria,leo mucho y soy dueña de mi tiempo, entre otras cosas.”
Y del blog del taller (http://desvaneros.blogspot.com/search/label/_Lola%20Buendía%20López_) copio sus premios literarios:
-Ganadora Certamen Literario Benalmádena 2003.
-Finalista Civilia 2006.
-2º premio XII Certamen Facultad de Jaén 2008.
-Mención Especial Certamen Diputación de Jaén 2008.
-Finalista Certamen Vigía de la Costa 2008.
Todos estos relatos los podéis leer en el blog del Desván, en el enlace que pongo más arriba, y en su blog encontraréis más historias y poemas visuales.
Ahora, os dejo con el cuento del Desván.
ATRAPADA EN LAS PALABRAS (Lola Buendía López)
Era una mujer atrapada en las palabras. Se le agolpaban en el cerebro. Invadían ambos lóbulos: el del sentimiento y el del razonamiento. Recorrían su serpiente medular para desparramarse por sus miembros como la savia de un árbol.
Cuando se casó, se convirtió en un ama de casa ocupada en criar a sus hijos, limpiar la casa, hacer la compra, cocinar… Éste trabajo le había llevado tanto tiempo, que no recordaba en qué momento su vida dejó de pertenecerle, para convertirse en una persona al servicio de los demás. Las palabras se quedaron sepultadas en los libros y éstos relegados al olvido. Un adorno más junto a los portarretratos de las estanterías. Cuando las palabras volvieron a entrar en su vida y retomó el gusto de aprehenderlas, intuyó que su vida desplegaba un abanico de sensaciones que le ayudaban a salir de la rutina.
Los responsables de esta alteración habían sido los organizadores de un taller de literatura que se celebró en la Biblioteca del pueblo donde vivía la mujer. El área de cultura, en colaboración con el centro de la mujer, muy sensibilizados por la situación del ama de casa, por su falta de autoestima –que según las estadísticas- era muy alta, organizó el taller para fomentar la lectura y enseñar algunas técnicas de escritura. Ella se apuntó enseguida. No porque creyera que podría ser una escritora, sino porque siempre había amado las palabras. Desde niña, en la escuela, cuando encontraba alguna especial en los libros, la rodeaba con sus rotuladores de colores: rojo para las palabras de amor; verde para las que aludían a la Naturaleza; dorado para las más sonoras; el negro para las que expresaban el horror. Su profesora le enseñó su poder y contingencia, sus posibilidades creativas.
Dentro de su cabeza había siempre algún rompecabezas, donde las palabras eran las piezas que habría de combinar. Alguna vez, mientras cocinaba, escuchaba la radio. Solían emitir un programa literario que le gustaba mucho. Se recitaban poesías, se leían relatos y se hablaba de libros. A veces se ensimismaba tanto que se le olvidaba echar la sal a la comida. Otras veces confundía las especias. Después, en la mesa, su marido y sus hijos le decían que estaba perdiendo su buena mano con la cocina. Ella que era una mujer disciplinada y no quería defraudar a sus familia, se propuso escuchar otras emisoras que hablaban de temas menos trascendentes, de cotilleo o del corazón, como los que escuchaban sus amigas. Así podría hablar con ellas cuando llevara a sus hijos al colegio sin comerse tanto el coco, sin que la tacharan de rarita en las reuniones. Sin embargo, cuando vio el cartel del taller creativo de literatura: “Vuela con las palabras”, pegado en el tablón de la Biblioteca, donde acudió para sacar un libro, no pudo resistirse a su llamada y se matriculó. No le vendría mal aprender un poco de técnica para tejer en una bella urdimbre las que le bailaban en su mente. Sería un bonito pasatiempo para llevar sus horas de soledad. Quizás alejaría muchas de las que como negros nubarrones se le instalaban en las sienes y amenazaban con desbordarse por los poros de su frente. Se preguntaba si sería capaz de controlar de nuevo su crianza para que la guiaran por senderos nunca explorados.
Durante el cursillo, ella se transformó. Contaba con impaciencia las horas que le faltaban para acudir a las clases. Se levantaba temprano para hacer las faenas de la casa, no quería que se notara su ausencia: los suyos no debían pagar con el abandono este capricho que se le había antojado. Tenía una energía nueva, parecía no cansarse nunca. Por las tardes se arreglaba con ilusión y se marchaba al taller. El joven profesor que dirigía las clases de creación literaria, le volvió a recordar a su antigua profesora del colegio, la que le enseñó a llevar palabras de la mano dándoles sentido. Se sentía de nuevo como una niña. Anotaba todo, tomaba apuntes de toda la bibliografía aconsejada.
Un día comenzaron las prácticas. Elaboró su primer poema. El joven profesor la felicitó y le dijo que tenía sensibilidad para la escritura. Le faltaba técnica pero la conseguiría leyendo mucho. Entre los muchos consejos que le dio, el profesor insistió en la importancia de llevar siempre un cuadernillo a mano para anotar cualquier palabra o frase que oyera o que se le ocurriera. Un escritor tenía que ser un buen cazador de palabras. Anotarlas, fundamental para no olvidarlas. Se compró dos cuadernos. Uno lo llevaba en el bolso, otro lo tenía en casa; ambos con un lápiz en el interior del gusanillo.
Entonces comprendió que necesitaba más tiempo libre: para leer, para escuchar a la gente, para almacenar palabras, percibirlas dentro de sí, seleccionarlas –quizás alguna necesitara ortopedias- combinarlas y darles vida propia. Aprovechaba las horas de la mañana, cuando todos marchaban de casa, y salía sola a pasear para robar las palabras en mercados y plazas. Anotaba las que más le gustaban: “una mujer dibujó un arco iris en mis ojos”...
“Mis sentidos son fantasmas que se afanan
en tender nuevos puentes al deseo.”
Poco a poco agotaba los cuadernos. Mientras cocinaba… de repente, acudía a su imaginación una imagen, una metáfora brillante, y secándose las manos, tomaba el lápiz y la anotaba excitada para después, con aquel tremendo puzzle de frases propias y ajenas, componer un texto coherente y quizás bello. Para facilitar la tarea y ganar tiempo, en ocasiones las escribía en papeles sueltos y las pinchaba con chinchetas en el corcho de la cocina, junto a las notas de la compra.
Cuando se decidió a crear textos propios, se tropezó con una dificultad añadida. Necesitaba silencio. Un lugar solitario donde no tuvieran que interrumpirla a cada momento, donde no cortaran el hilo de sus sueños, donde sólo tuviera que pelear con sus nuevas y aún desconocidas amigas. Consiguió su espacio en la buhardilla. Tuvo que limpiarla y sacar numerosos e inservibles trastos. El esfuerzo valía la pena. La buhardilla poseía un tragaluz en el techo que daba suficiente luz para trabajar, además no había ventanales que la pudiesen distraer. Allí se instaló y trasladó libros de poesía, novela, ensayo; manuales de Gramática y diccionarios diversos, que le servirían de consulta. Podría trabajar con un cierto desorden sin que se mezclaran con los libros de sus hijos o de su marido. Con la seguridad de que sus notas, sus poemas, no se perderían. Así empezó sin más pretextos su nueva vida de escritora.
Paralelamente, también se fue alejando del mundo de su familia y del de sus amigas. Aunque estuviese en su compañía, su mente viajaba por otros derroteros. Era como la pantalla de un ordenador accionada por un ratón incansable: “esa palabra… demasiado vulgar. Esa frase… más sutil, más sugerente… sustituir, corregir, añadir…”
Hubo un momento en que no percibía las cosas que le rodeaban como antes. Los rosales que adornaban su jardín –con los que tanto disfrutaba: su olor, su textura, su color-, ahora eran solo un mecanismo, la inspiración para desembocar en una futura descripción, con el objetivo de que disfrutaran los lectores con ellas y, quizás, pudieran hacerse más conscientes. El barco que veía alejarse en el mar era la metáfora de una mujer que desea navegar y la niebla se lo impide.
Y así iba rastreando la ciudad, acechando los juegos de los niños en el parque; la caída de las hojas en otoño; las fantasmales ramas de los árboles en el frío invierno; la galería impresionista de la estación primaveral… sólo disfrutaba obsesivamente con trasladar al cuaderno sus sensaciones, sus emociones. Se había olvidado de lo que era vivir pausadamente, impregnándose de los suaves mensajes de las cosas. Ahora su vida transcurría en una constante tensión: excitante, cuando acertaba en las palabras; vencida, cuando la sequía de su mente le dejaba las páginas en blanco.
Su marido y sus hijos empezaron a preocuparse cuando los síntomas fueron demasiado evidentes. La veían tan ensimismada, tan alejada de ellos, tan despreocupada por los asuntos cotidianos de la casa, que decidieron intervenir. Consultaron a médicos y psicólogos para ver si podían quitarle la obsesión por la escritura. Estaban convencidos de que ésta era el origen de su trastorno. Sabiamente, desde la credibilidad que les daba su cátedra, aconsejaron que les retiraran poco a poco –para evitar el síndrome-, los libros, cuadernos, bolígrafos y demás instrumentos de escritura. Debía tener nuevas distracciones alejadas de la cultura literaria. Hubo que desconectar la radio para que su cascada de palabras no perturbaran las largas horas que la mujer pasaba en la cocina. No fueran a entremezclarse con los ingredientes culinarios, volviendo desabridos los menús. Su intención era buena: había que devolverle la cordura, librarla de su pasión desmedida por las palabras. Deseaban que viviera tranquila, que fuera feliz como antes.
Poco a poco su buhardilla se fue aligerando de libros, de cuadernos y papeles. Cuando ya no tuvo con que escribir, ella empezó a usar sus barras de labios, sus lápices de delinear ojos y cejas. Con ellos dejaba sus mensajes en los espejos del baño, en los armarios, en las paredes de la casa. Cualquier soporte era válido para escribir sus versos. Su familia la dejaba hacer porque eso formaba parte de la terapia aconsejada.
Al cabo de un tiempo, la mujer parecía que se había calmado. Volvía a ocuparse del jardín, adornaba los jarrones con hermosas flores. La casa estaba de nuevo en orden, la comida volvía a ser sabrosa. Todos se felicitaron por el éxito y alabaron los logros alcanzados por los doctores.
La mujer ahora salía mañana y tarde. Volvía contenta, con un brillo acuoso en sus ojos. Pero nadie advirtió que regresaba con una pertenencia menos. Primero fueron sus joyas, después sus ahorros. Los cambiaba por recortes de periódicos y revistas a los recogedores de papel; por cuadernos usados a los chicos a la salida del colegio. Después, en un carrito de supermercado, los transportaba hasta un parque alejado de su casa donde nadie la pudiera reconocer. En aquel parque se reunían los mendigos de la ciudad y habitaban los bancos en torno a una plazuela. Ahora, ella formaba parte de esa tribu, sin que a ninguno le importara su presencia. Se instalaba en su banco, sacaba sus bolsas con los materiales atesorados durante la mañana y, pausadamente, recortaba palabras y más palabras, de todos los tamaños y formas, con los más variados colores. Luego componía hermosos collages que regalaba a los transeúntes a cambio de nada. A la caída de la tarde, aparcaba su carrito y se marchaba a su casa, donde siempre la esperaban su marido y sus hijos.
Comentarios
Veo tu blog interesante
Cuando quieras, visita mi blog.
Espero participar en los "sábados", me esforzaré.
Te felicito de corazón.
Trágico final social para alguien que ha vivido una vida impuesta. Realidades tristes que se mezclan con la imaginación desbordada llevando al límite a la protagonista.
Espero que no me quiten los bolígrafos, porque entonces, se tendrán que comer las lentejas sin guisar.
Besos a las dos. A ella por escribir el texto, y a ti por mostrarlo.
Desde luego la escritura tiene mucho de enajenación, de locura... como cualquier arte, arrojo, aventura, pasión...
Si en este relato os habéis visto reflejados, me doy por satisfecha; quiere decir que ha cumplido su misión, y ya somos más los "benditos locos".
Un abrazo
Aquí el arte se convierte en una adicción, a mí me ha recordado a los drogadictos que cada día quieren más y no se conforman, y a los que les da igual todo... sólo ansian los que le hace feliz.
Un saludo a teresa y a Lola,
Juanma
Quiero participar en el "desván" o en los sábados. De momento, compa, por favor, dale un repasiño al relato que he colgado en mi blog a modo de comentario del dibujo "los amantes del Raval", dime algo cuando puedas, y lo mismo digo al resto de amigos y amigas.
Estoy con Juanma, los artistas o aquellos que intentamos serlo, estamos algo mal de chaveta.
Saludos a Lola y felicidades por su ama de casa loca.
!Salve! a todos/as.